viernes, 20 de febrero de 2009

de compras con alice.

11:53:00 p. m.


-crepusculo-


El coche era liso, blanco y potente; sus ventanas estaban tintadas de un negro limo. El motor ronroneó como un gran coche mientras nos apresurábamos a través de la oscura noche. Jasper conducía con una mano, despreocupadamente según parecía, pero el poderoso coche voló hacia delante con perfecta precisión.
Alice se sentó conmigo en el asiento de piel negra. De alguna manera, durante la larga noche, mi cabeza había acabado contra su cuello de granito, sus fríos brazos envolviéndome, su mejilla apoyada en lo alto de mi cabeza. El frente de su fina camisa de algodón estaba frío, húmedo por mis lágrimas. Ahora y entonces, si mi respiración crecía desigual, ella murmuraría de forma calmante; en su veloz y aguda voz, los estímulos sonaban como cantando. Para mantenerme en calma, me centré en el tacto de su fría piel; era como una conexión física con Edward.
Ambos me habían asegurado –cuando me percaté, con pánico, de que todas mis cosas seguían en la furgoneta- que dejarlo atrás era necesario, algo que hacer con el olor. Me dijeron que no me preocupara por las ropas ni el dinero. Trataba de creerles, haciendo un esfuerzo para ignorar lo incómoda que estaba en el equipo de prueba de Rosalie (¿? supongo que se refiere a alguna ropa de Rosalie, un chándal, no sé…). Era una cosa trivial de la que preocuparse.
En las llanas carreteras, Jasper nunca condujo el robusto coche a menos de 120 millas por hora. Parecía completamente inconsciente de los límites de velocidad, pero nunca vimos un coche patrulla. Las únicas rupturas en la monotonía de la conducción fueron las dos paradas que hicimos para carburante. Noté ociosa que Jasper fue adentro a pagar a efectivo ambas veces.
El amanecer comenzó a abrirse cuando estábamos en alguna parte en el norte de California. Miré con los ojos secos, semicerrados, como la luz gris se irradiaba a través del cielo despejado. Estaba exhausta, pero el sueño había desaparecido, mi mente demasiado llena de imágenes perturbadoras como para relajarme en la inconsciencia. La destrozada expresión de Charlie –el brutal gruñido de Edward, con los dientes al descubierto- la penetrante mirada fija del perseguidor –la expresión triste de Laurent- la mirada muerta en los ojos de Edward después de que él me besara la última vez; como si todavía centellearan frente a mis ojos, mis sentimientos alternando entre el terror y la desesperación.
En Sacramento, Alice pidió a Jasper que parara, para conseguirme comida. Pero sacudí mi cabeza cansadamente, y le dije que siguiese conduciendo con voz apagada.
Unas pocas horas después, en un suburbio a las afueras de L.A. (Los Ángeles), Alice le volvió a hablar suavemente, y él salió de la autovía al sonido de mis débiles protestas. Un gran centro comercial era visible desde la autovía, y se dirigió allí, entrando en el estacionamiento, abajo en la planta subterránea para aparcar.
- Quédate en el coche- le ordenó a Jasper.
- ¿Estás segura?- él sonaba receloso.
- No veo a nadie más por aquí - dijo ella. Él asintió, accediendo.
Alice me cogió de la mano y me sacó del coche. Se aferró a mi mano, manteniéndome cerca de ella mientras caminábamos por el oscuro garaje. Ella rodeó el borde del garaje, manteniéndose en las sombras. Aprecié cómo su piel parecía brillar en la luz del sol que se reflejaba de la acera. El centro comercial estaba abarrotado, varios grupos de compradores pasaban, algunos girando la cabeza para vernos pasar cerca.
Caminamos bajo un puente que cruzaba desde el nivel superior del aparcamiento al segundo local de un gran almacén, siempre manteniéndonos fuera de la luz solar directa.
Una vez dentro, bajo las luces fluorescentes del almacén, Alice parecía menos destacada –simplemente una muchacha alarmantemente pálida, pero con oscuros ojos y pelo negro puntiagudo. Estaba segura de que las ojeras bajo mis propios ojos eran más evidentes que las suyas. Todavía captamos la atención de alguno que echó un vistazo en nuestra dirección. Me preguntaba lo que pensaban que veían. La delicada y danzarina Alice, con su llamativo rostro de ángel, vestida de un modo ligero, pálidas prendas que no disminuían lo suficiente su palidez, manteniendo sus manos conmigo, obviamente controlando, mientras yo arrastraba cansadamente mis torpes pies pero costosas ropas, mi agarrotado pelo enrollado en nudos a mi espalda.
Alice me condujo inevitablemente a la tienda de alimentos.
- ¿Qué quieres comer?
El olor de las comidas rápidas grasientas dobló mi estómago. Pero la mirada de Alice no dejaba lugar a la persuasión. Pedí sin entusiasmo un bocadillo de pavo.
- ¿Puedo ir al baño? - pregunté en cuanto nos dirigimos a la cola.
- Vale - y cambió de dirección, sin soltar mi mano.
- Puedo ir sola - La atmósfera banal del genérico centro comercial me hizo sentir lo más normal que había tenido desde nuestro desastroso juego de anoche.
- Lo siento, Bella, pero Edward va a leer mi mente cuando esté aquí, y si ve que te he dejado fuera de mi vista durante un minuto…- ella se calmó, no dispuesta a contemplar las horribles consecuencias.
Al menos esperó fuera del abarrotado cuarto de baño. Me lavé la cara, así como las manos, ignorando las asustadas miradas de las mujeres de mí alrededor. Traté de peinarme el pelo con los dedos, pero rápidamente me rendí. Alice cogió mi mano de nuevo en la puerta, y volvimos lentamente a la cola de la comida.
Yo estaba retrasándome, pero ella no se mostraba impaciente conmigo.
Me miraba comer, primero despacio y luego más deprisa a medida que volvía mi apetito. Bebí la soda que ella me compró tan rápido que me dejó por un momento –sin quitarme la vista de encima, claro- para conseguirme otra.
- La comida que tú comes es definitivamente más conveniente - comentó cuando acabé -pero no parece más divertido.
- Me imagino que cazar es más excitante.
- No te haces idea - Centelleó con una amplia sonrisa de brillantes dientes, y varias personas giraron la cabeza en nuestra dirección.
Tras tirar nuestra basura, me condujo por lo anchos pasillos del centro comercial, sus ojos reluciendo aquí y allá ante algo que ella quería, acarreándome junto a ella en cada parada. Se detuvo por un momento ante una cara boutique para comprar tres pares de gafas de sol, dos de mujer y uno de hombre. Noté la mirada del vendedor hacia ella con una nueva expresión cuando ella le entregó una inusual y pulcra tarjeta de crédito con líneas doradas cruzándola. Encontró una tienda de accesorios donde tomó un cepillo y gomas del pelo.
Pero en realidad no dejó los negocios hasta que me introdujo en el tipo de tiendas que yo nunca frecuentaba, porque el precio de un par de calcetines estaba fuera de mi alcance.
- Tienes aproximadamente una talla 2 - Era una declaración, no una pregunta.
Me utilizó como una mula de carga, lastrándome con una escalonada cantidad de ropa. Aquí y allí podía verla alcanzando una talla extra-pequeña cuando escogía algo para ella misma. Las prendas que seleccionaba para sí misma eran todas en materiales ligeros, pero con longitud o largas hasta el suelo, diseñadas para cubrir el máximo posible de su piel. Un sombrero negro de paja de ala ancha coronó la montaña de ropas.
La dependienta tuvo una reacción similar ante la inusual tarjeta de crédito, volviéndose más servicial, y llamando a Alice “señorita”. Aunque el nombre que pronunció era desacostumbrado. Una vez de nuevo fuera del centro comercial, con nuestros brazos cargados de bolsas, de las cuales ella cargaba la parte de un león, le pregunté sobre ello.
- ¿Qué te llamó?
- Esa tarjeta de crédito dice Rachel Lee. Vamos a ser muy cuidadosos para no dejar ningún tipo de pista para el rastreador. Vayamos a cambiarte.
Pensé sobre ello cuando ella me llevó de vuelta a los aseos, poniéndome en el recinto para minusválidos de modo que tuviera sitio para moverme. La escuché rebuscando en las bolsas, para finalmente pasarme un ligero vestido azul de algodón por encima de la puerta. Agradecida me quité los vaqueros muy largos y muy ajustados de Rosalie, di un tirón a la blusa que me envolvía en todos los lugares erróneos, y se los arrojé por encima de la puerta. Me sorprendió pasándome un par de suaves sandalias de piel por debajo de la puerta – ¿cuándo las había adquirido? El vestido me sentaba asombrosamente bien, el costoso corte evidente en la manera en que encajaba a mí alrededor.
En cuanto dejé el recinto noté que estaba tirando las ropas de Rosalie a la papelera.
- Guarda tus zapatillas de deporte - dijo. Las puse arriba de una de las bolsas.
Volvimos al garaje. Alice logró menos miradas esta vez; estaba tan cubierta por bolsas que su piel era apenas visible.
Jasper estaba esperando. Se deslizó fuera del coche ante nuestro acercamiento –el maletero estaba abierto. Mientras alcanzaba primero mis bolsas, echó a Alice una mirada sarcástica.
- Sabía que debía haber ido - murmuró.
- Sí - reconoció ella - te habrían apreciado en el baño de mujeres.
Él no respondió.
Alice removió rápidamente entre sus bolsas antes de ponerlas en el maletero. Le pasó a Jasper un par de gafas de sol, poniéndose ella otro par. Me pasó el tercer par, y el cepillo del pelo. Y sacó una camisa larga, fina, negra transparente, poniéndosela encima de su camiseta, dejándola abierta.
Por último, añadió el sombrero de paja. En ella, el improvisado traje parecía corresponder a una pista de aterrizaje (¿? runway). Ella agarró un puñado más de ropas y, envolviéndolas en una bola, abrió la puerta trasera e hizo una almohada sobre el asiento.
- Necesitas dormir ya - ordenó firmemente. Avancé despacio y obedientemente en el asiento, posando mi cabeza al instante, acurrucándome en mi lado. Estaba medio dormida cuando el coche arrancó.
- No deberías haberme comprado todas estas cosas - mascullé.
- No te preocupes por eso, Bella. Duerme - Su voz era reposada.
- Gracias - suspiré, y caí en un incómodo sueño.
Fue el dolor de dormir en una posición apretada lo que me despertó. Estaba todavía exhausta, pero de repente estaba nerviosa en cuanto recordé dónde estaba. Me senté para ver el Valle del Sol fuera, delante de mí; la extensión amplia, llana, de tejados, palmeras, autopistas, niebla tóxica y piscinas, abrazada por los peñascos pequeños y rocosos que llamamos montañas. Estuve sorprendida de no sentir ninguna sensación de alivio, sólo una añoranza fastidiosa de los cielos lluviosos y los espacios verdes del lugar que para mí significa Edward. Sacudí mi cabeza, intentando hacer retroceder el inicio de desesperación que amenazaba con abrumarme. (...)




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